La
pintura estaba recién terminada. Hace unas horas, el lienzo estaba totalmente
inmaculado y vacío, dispuesto a cualquier imaginación. Ahora, que ya ha pasado
más de medio día, la noche viene acercándose amenazando con truenos y una gran
niebla que devora los más altos, brillantes e imponentes edificios del centro
de la ciudad. El mar, en los pies de las montañas, se llena de sombra y frío;
las cimas de las montañas sobresalen de las nubes, muy altas. El lienzo ya no
está blanco. Hay en él un mar congelado con trozos de hielo gigantes que pueden
verse en el frente, flotando en el agua; en el fondo, sobre el horizonte, no se
ve nada, apenas oscuridad, como si el mar terminara allí, tras la sombra del
sol. En mitad del plano, en un brillo de sol reluciente, a pesar de la lejana
oscuridad, hay un bote navegando errante entre los témpanos de hielo. Se ve a
la derecha de la pintura el fin de una gran montaña que rodea el paisaje visto.
Es una montaña rocosa, altísima y difícil de sobrepasar, pero está
destrozándose, una gran caída de piedras ocurre en el borde, rompiendo hielos y
sumergiéndose en el mar. Algunas piedras pueden verse bajo la superficie y un
gris oscuro distorsionado y casi circular yace debajo de una gruesa capa de
hielo ubicada justo al lado del bote. El mar parece, por lo menos hasta este
plano, tener para el bote una ruta muy peligrosa, con cubos de hielo y rocas
que agitan las olas con cada golpe. El bote es grande y tiene pintadas muchas
siluetas de personas que disfrutan el viaje. En la popa, hay una pareja con
copas en la mano. Ella la tiene en su mano derecha, mientras, recostada sobre
las varillas, descansa su mano izquierda en su delgada cintura. Él, con mejor
postura, lleva su copa a la boca. En babor, el único lado que puede verse
alrededor de la estructura central, se han pintado diminutos y sin tantos
detalles personas saltando, otras bailando, otras sentadas en el piso. En una
de las ventanas de la estructura central, se ve un rostro de mujer, se ve uno de
sus ojos, mirando hacia atrás, a las montañas. El andar de la nave deja en el
agua una estela que se abre con mucha espuma, mezclada con los arcos circulares
de las perturbaciones de las olas. En los últimos planos, en el frente del
bote, sólo hay agua, más tranquila, más azul, sin hielos. Y también aquí, en el
cielo, una niebla muy fuerte se ha apoderado del brillo y va creciendo hacia el
fondo hasta juntarse con la oscuridad en la nada del final de la pintura.
La
pintora es una artista joven que tiene una exitosa exposición en el museo de
historia del arte de la ciudad. Los visitantes murmuraban halagos y todos se
sorprendían por la pintura del bote. Es simple, no tiene tanto color, ni muchos
elementos, sin embargo atrae la atención de todo aquel que pasa en frente. Es
como si las olas estuvieran moviéndose, dicen algunos. Otros aseguran que,
aunque las siluetas no son tan notables, parecieran caminar y hablar, incluso,
ver fuera del cuadro. Había muchas otras obras en la galería: una pintura de
una masacre en una selva, parecía una fotografía reciente, la sangre y el dolor
podían verse por igual, había también una pintura muy realista de la luna con prominencias
de fuego blanco, otro cuadro, a la izquierda del salón, mostraba un remolino
que se levantaba sobre el mar, el viento y el agua se mezclaban en el alto
ciclón para arrasar peces, hojas y hasta basura de la superficie. Esta última era asombrosa. La pintora había
desarrollado una técnica en la cual los objetos, con efecto de movimiento,
crean una ilusión de cercanía hacia el vidente.
Pero
ninguna pintura podía asemejarse a la del bote en medio del mar. El horizonte
de esta pintura atrapaba las miradas de los visitantes. Cuando la prensa le
preguntó a la artista sobre el cuadro, cómo lo titulaba, cuándo lo había
empezado, cuánto tardó en realizarlo, en qué se inspiró, cómo pensaba que sería
calificado, entre otras preguntas, ella respondió:
-Una
noche me desperté con esta imagen en mi mente, entonces empecé a hacerla
realidad. Fue hace cuatro meses. Esta es la única pintura en la que no he
corregido detalles, luego de terminada, a la semana o al mes. Pinté toda la
noche, todo el día, sin parar un minuto, fue como si mi cuerpo y mis manos me
hubieran pedido seguir con el pincel sobre el lienzo. No tenía más ideas en mi
cabeza que está imagen. ¿Qué me inspiró? No lo sé, como dije, simplemente
desperté con este paisaje en mi cabeza y era como una película, veía
derrumbarse la montaña sobre el agua, veía la cordillera que encerraba el mar,
pensaba, entonces, cómo había podido llegar ese barco a ese lugar, quién
navegaba allí, a dónde se dirigía, escuchaba la música en el bote, las olas
golpear las montañas y las rocas chocar entre sí mojadas en la orilla. Sentía
la brisa proveniente del oscuro horizonte. Quería expresarlo todo, pero los
sonidos no pueden pintarse y la imaginación tiene que volar muy alto para
llegar a este lugar. Entonces la titulé Pintar
el despertar.
Todos
los asistentes la ovacionaron con mucho entusiasmo por sus plausibles palabras.
La algarabía era toda una euforia por tan grande muestra de arte. Y en medio
del ruido, de las voces altas, de los aplausos, la pintora despertó otra vez.
En
su casa, justo al mediodía, era extraño que todavía estuviera durmiendo.
Siempre madrugaba y aprovechaba las primeras luces del sol para pintar. Trató
de recordar el sueño y lo consiguió con gran perfección. Recordaba el salón de
la exposición, la ubicación de los cuadros con exactitud. Estaba de nuevo en
ese lugar y se detenía a mirar las pinturas con gran atención. El remolino en
el mar, la masacre en la selva, la luna moviendo sus prominencias. No había
pintado nada de eso realmente y pensaba cómo podía haberlos hecho, si fuera
posible, si había algún significado para ese sueño. Con los ojos aún cerrados,
recordando, caminó en el salón hacía el cuadro donde se encontraba el barco
perdido en el mar y recordó lo que les decía a los periodistas. -¿Habrá sido
esta mismo noche cuando soñé esto o lo soñé mucho antes? ¿Cómo pueden conectarse
ambos sueños, donde vi el paisaje y donde expuse?-.
La
pintora decidió tomarlo como una señal. Fue a la cocina y tomó vino, luego fue
a la ducha y allí tardó observando su cuerpo mientras el agua hacía su labor.
Salió del baño con su cuerpo y mente refrescados y como no tenía planeado salir
ese día, simplemente se puso una bata y pintó.
Consiguió
pintar su gran obra maestra. Tenía en su mano derecha la paleta con no más de
siete colores: azul de Prusia, gris vegetal, amarillo ámbar, negro, marrón
medio, blanco nieve y un rojo granate. Era increíble como mezclaba azul, gris y
un toque de marrón para pintar el agua. Era como el sueño, su mano simplemente
se dejaba llevar por el pincel y no se detuvo en todo el día. Para pintar la
montaña juntó cuatro gotitas de pintura roja con una pincelada de marrón y algo
de ámbar. Pintó detalles en azul, que se mezclaba con el amarillo, para crear
una extraña y mágica vegetación. Cantaba mientras pintaba y escuchaba el lienzo
salpicarse de agua, susurrar con el viento, hablar y gritar. Veía las olas
moverse, cada vez las sentía más fuertes. La pintora parecía estar creando un
nuevo mundo, no pintando. ¿Podría Dios haber hecho algo similar aquí, pintar
esta naturaleza, darle vida, magia y no haber vivido en ella? Nunca se había
visto alguien que pudiera pintar tan bien estando tan elevado en sus
pensamientos. Sus manos parecían tener vida propia, tener ojos, oídos y alma.
Se movían como bailando sobre el lienzo la música de los colores y del paisaje.
Untó la brocha de blanco nieve, un poco de azul y gris y pintó trazos de hielo
sobre el mar, sumergiéndose, yendo hacia el horizonte. Empezó a ver la
oscuridad saliendo del cuadro y prefirió apresurarse a terminar pues pensaba
que era algún síntoma de cansancio, tal vez. Parpadeó repetidamente y apretó
sus ojos con mucha fuerza. Cambió de pincel y con una mezcla entre el rojo
granate y el marrón pintó el bote, dibujaba resquicios negros entre las tablas,
ponía gotas de agua sobre sus maderos, pintó una ventana brillante en la cual
se alcanzaba a vislumbrar, a través, una mujer sonriendo, y sobre la cubierta
una pareja riéndose. La pintora los veía, los sentía moverse y tocarse, los
sentía pintarse solos. Pensaba quiénes podrían ser, si existían, si vivirían un
día o si son muertos y está pintando almas. Escuchaba las conversaciones, la
música, todo lo que emitía la pintura, pero ella no pensaba nada extraño. Su
mano simplemente pintaba más rápido. Ubicó en el barco unas cuantas personas
más, pintó una fiesta con vestidos y danzas. Sobre el cielo azul que había
pintado al principio, colocó, con el blanco, algo de brillo en el frente, como
si el sol fuera benevolente con este mundo. Vio como la oscuridad quería
tomarse la pintura y selló con el negro y con el marrón el horizonte. Mezcló el
cielo azul y esta oscuridad, en el fin del mar, en el fondo de la pintura. Fue
como si esa oscuridad le gritara, se le acercara.
La
sensación del fin despertó a la pintora otra vez. Abrió los ojos y observó todo
a su alrededor, sus manos estaban sin color, blancas como la luz, ella estaba
desnuda y caminaba en un salón dentro de un barco. El sol brillaba como nunca e
iluminaba su rostro. Se acercó a la ventana y vio una montaña en frente,
encerrando el mar, piedras chocando en las olas y el barco navegando hacia el
fin. La pintora regresó la mirada y, tras ella, había pasado una enorme
oscuridad. Finalmente sintió que no despertaría otra vez.
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