Cuentan los trovadores que en una vieja aldea, más allá de la historia, en el principio del tiempo, hubo un humilde e inteligente rey cuya ciudad era la mejor entre las pocas que había y cuyos ciudadanos le tenían un grato respeto. Tenía por esposa –aunque no era la reina, porque todavía no se había inventado esa palabra, mucho menos ese cargo- una mujer que de belleza estaba lleno su interior porque o han de mentir los narradores o los dioses crearon a esta mujer con tanta inspiración que se les agotó en el momento de hacer su cuerpo. Esta pareja, unida por votos matrimoniales creados en un extraño género divino ¿o diabólico?, vivía tan cómoda y feliz: él dando paz y prosperidad a su pueblo, enamorado de lo que no se veía en ella; ella, admirando en su esposo una hermosura como nunca se ha visto en algún hombre en la historia de ese pueblo incluso hasta nuestros días. Parecería una pareja inseparable, aún por el tiempo. Un día, mientras el rey recorría las calles solo como tenía de c...